La cultura (y 2)
La entrega anterior, pretendía reflejar la evolución y el estado de las iniciativas que dan cuerpo y especificidad a la cultura en los pueblos. Señalábamos también que era preciso identificar los condicionantes de aquel acervo, por su importancia etnográfica y por la huella que aún persiste en el “ser” de la ruralidad.
Encontrar un modo de vida, entiéndase un empleo y una vivienda, son las piedras angulares de cualquier intento de repoblación, el resto (educación, servicios, movilidad, segundas residencias…) son añadidos muy importantes, pero, sin un modo de ganarse la vida y un techo para vivirla, nunca será posible. Las raíces solo se hunden en la tierra que es propicia, y si los pueblos no lo son nadie echará en ellos el ancla.
Un entorno cultural amable, además de aquellos dos factores esenciales, proporciona satisfacción y sentido de pertenencia; por eso, la síntesis entre las señas de identidad tradicionales y los nuevos aportes, han de ser la clave de bóveda de cualquier intento de fijar población en los pueblos. Dicho de otra forma, en el acierto o fracaso de las políticas culturales orientadas al rural se juega el éxito de la necesaria repoblación.
Las instituciones se esfuerzan en rehabilitar viejas edificaciones, rincones tradicionales, infraestructuras, manifestaciones lúdicas…. para que los gestores culturales asienten en ellas iniciativas que contribuyan a esa sensación de pertenencia de los nuevos pobladores, algo imprescindible en cualquier proyecto vital individual o familiar. Así pues, recuperar espacios con alma, resignificar acertadamente las identidades de cada lugar y conocer el pasado, son la mejor salvaguarda para no quedar enredados en las inercias homogeneizadoras de la cultura moderna.
Aun conociendo los peligros que conlleva toda generalización señalaremos, siquiera brevemente, los principales condicionantes que atenazaron la vida en el rural a lo largo de generaciones:
- El hecho religioso: No surge con la dictadura de Franco, es algo anterior y muy arraigado. No cabe la menor duda, la religión católica ha jugado un papel estructurante y vital que garantizaba la cohesión social en los pueblos. Incluso hoy día, cuando el número de practicantes ha caído de manera drástica, tiene una fuerza indiscutible la asistencia a los entierros, a bodas, bautizos, procesiones, romerías, misas patronales… el cura sigue siendo alguien imprescindible en las celebraciones de los pueblos, hasta el punto de que las fiestas o son religiosas o no son fiesta, incluido el Día de la Constitución por citar la más señera de la celebraciones civiles. Cierto que todo ha ido cambiando, pero se mantiene incólume la preeminencia de las autoridades en los primeros bancos de la iglesia, la sombra sobre los matrimonios civiles, el divorcio, el aborto, la eutanasia, el rechazo a los colectivos LGTBI, el interés por una buena relación con el párroco… En definitiva, que cuarenta y cinco años después de España se declarase constitucionalmente un estado laico y aconfesional, resulta obvio el poder movilizador de las campanas.
- El rol de género: En el rural y en la ciudad la cuestión de género, con la perspectiva de hoy, es algo sangrante y extremadamente doloroso. Podríamos hablar aquí de los roles del hombre y la mujer en cualquier actividad del rural, de la preminencia del varón en esto o en aquello, de la orientación en los estudios, de las tareas de la casa, la atención a niños y mayores, de la profesión docente, de la profesión de enfermería, de las secretarias, de la costura, de la cocina, del significado de ocio para el hombre y para la mujer… Podríamos abundar en algo que es de sobra conocido, pero iremos a la mayor. En España el primer carné de conducir de una mujer data de 1925, pero no será hasta 1975 cuando podrá obtenerlo sin el consentimiento por escrito del padre o del marido, ni puede abrir una cuenta bancaria, ni aceptar una herencia… Sólo a partir de 1981 adquiere capacidad jurídica y por lo tanto podrá “…administrar los bienes conyugales”. Aunque a muchos le parezca extraño, hasta 1977 la mujer española estaba considerada, legalmente, como “un ser inmaduro e irreflexivo”. Es la Constitución de 1978, la actual Carta Magna, quien consagra la igualdad del hombre y la mujer. Con estos apuntes genéricos creo que queda dicho casi todo, y no es muy difícil imaginar el rol de sumisión que otorgaba el poder tradicional a la mujer rural.
- El estatus social: La propiedad de la tierra marcaba un estatus de amo y señor frente criado o jornalero, pero esto también ha cambiado radicalmente. La modernización de los sistemas agrarios y ganaderos, el progresivo abandono de la condición de labrador, el éxodo de los jóvenes, la llegada de efectivos con otra capacidad de interacción social, el prestigio de tener mensualmente un buen salario… ha restado notoriedad al cura, al maestro o al médico (donde los hay), al terrateniente, al alcalde… y aumentado el aprecio de los referente en el trabajo asociativo, las actividades altruistas, la solidaridad, los trabajos de las ONG… Hoy, puede afirmarse que las sociedades rurales se han igualado en la percepción de los nuevos valores de estatus social, si no más, al listón más exigente que pueda ponerse en la ciudad.
- La cuestión ideológica: En los ámbitos rurales han dominado las actitudes y la opinión considerada como de “derechas”. Es pura estadística. Esto ha tenido su traslación, claro es, a las opciones conservadoras que reflejan los sucesivos resultados electorales, la resistencia a los cambios o el respeto casi reverencial a cualquier forma de autoridad. La propia gestión democrática, la influencia de los jóvenes, de los hijos/as asentados en las ciudades o los aportes poblacionales, han hecho que esta tendencia se vaya suavizando.
- El control social: La ausencia del anonimato que opera en la ciudad se traslada a un mayor de “control” de los individuos, a una constante exposición pública, a la murmuración y el chisme, al miedo al qué dirán… gestos orientados especialmente a jóvenes, a mujeres solteras, a viudas o separadas, a las muestras de intimidad, a los colectivos homosexuales, a parejas de jubilados, de divorciados y, en general, a un mayor escrutinio ciudadano de los comportamientos y los horarios de la gente.
- Los espacios y el tiempo: Quienes viven en los pueblos saben de la importancia del espacio público. La calle, el parque, el bar, las bodegas… se convierten en puntos de encuentro y de relación permanente, casi al mismo nivel que la asociación cultural, deportiva o el hogar del jubilado. Se vive con menos prisa, hay tiempo para detenerse y hablar, para el saludo, para los comentarios pedidos y los no pedidos… pero también para la crítica insana e incluso para alimentar la inquina entre personas o familias. En todo caso, constatar que el espacio público, los ritmos de vida, e incluso la forma de ser de la gente han tenido y tienen un valor distinto en el rural que en las ciudades.
- El ahorro y la austeridad: El concepto de previsión también refleja una connotación significativamente distinta. Unas diferencias que asientan sus raíces en el conocimiento y en el sufrimiento de la imprevisión de los precios del ganado o de los productos del campo. El temor permanente a que pueda malograrse la cosecha en cualquier momento justifica sobradamente el afán por el ahorro, las reticencias a comprar y aplazar los pagos, a tomar créditos para bienes no indispensables… Contrastan, llegado el caso, con el gusto por una cierta ostentación en las celebraciones familiares, en la compra de vehículos por encima de las necesidades, la construcción de grandes viviendas… Quizás sea un modo de atemperar esa austeridad y prudencia, también en lo económico.
A modo de conclusión: Hay más, pero estos son a mí juicio, los grandes condicionantes que han ejercido una influencia decisiva en la escala de valores, de prioridades y, en general, del comportamiento personal y colectivo en el rural. Un acervo que fue generando una sensación de asfixia en la población más joven y en las mujeres (dos de cada tres personas que abandonaron los pueblos son mujeres) que, unido una realidad laboral y económica paupérrima, al abandono institucional, al espejismo de la emigración, al supuesto bienestar de las ciudades, al rápido desarrollo de la industria y las zonas costeras… terminaron de apuntalar la realidad poblacional que nos trajo hasta aquí.
En todo caso, es preciso insistir que la realidad de los pueblos, al menos en estos aspectos, ha cambiado radicalmente. Las gentes del rural han demostrado una capacidad encomiable para adaptar los valores tradicionales a los nuevos patrones económicos, al consumo, a las nuevas tecnologías, a la progresiva implantación de servicios, a las infraestructuras, a los ofrecimientos vacacionales… Conseguir ese equilibrio entre las señas de identidad más valiosas y una modernidad inevitable, es el reto para asentar definitivamente esa "ruralidad reubicada” en una España que agoniza. //
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