La cultura
El concepto de cultura se asocia al conjunto de valores, normas, actitudes o pautas de comportamiento que una sociedad proporciona sus individuos para que estos puedan conducirse ante cualquier circunstancia o imprevisto. Se trata de un acervo intangible si se quiere, pero permanente e indispensable en cualquier sociedad pasada o presente. No distinguimos, de entrada, entre cultura rural o urbana porque la forma de aprehender ese equipamiento sigue el mismo el mismo patrón en una y en otra: imitación, gustos, educación familiar y/o académica, música, diversiones, costumbres, tradiciones…
Este patrimonio cultural de los pueblos permaneció más aislado y, en consecuencia, menos expuesto a la competencia uniformadora de otras manifestaciones culturales. No obstante, esto ha ido cambiando en los últimos años y mientras que en el rural se dejaban atrás muchos atavismos, en las ciudades se agudizaban problemas casi irresolubles.
En los ámbitos urbanos penetran con mucha más facilidad las manifestaciones artísticas, los nuevos gustos musicales, gastronómicos, una determinada moda en el vestir, la implantación de actividades y deportes novedosos, conceptos y expresiones foráneas, manifestaciones culturales importadas de otros países… que, sin llegar a ser contracultura, encuentran acomodo fácil y pueden llegar a “colonizar” la identidad cultural de una ciudad o un país. Por el contrario, la cultura rural siempre tuvo otro ritmo y un nivel de aceptación totalmente distinto, fruto quizás de la acción conservadora del medio. La pandemia provocada por el virus de la Covid19 y el efecto refugio del rural, las segundas residencias, los jubilados retornados, la progresiva llegada de emprendedores y de profesiones liberales, el turismo rural, el establecimiento de grupos étnicos de inmigrantes, el desembarco masivo de medios de comunicación, las facilidades para la movilidad… fueron acorralando los estereotipos y las señas identitarias de muchos pueblos. En definitiva, han ido generando eso que hemos dado en llamar una ruralidad reubicada.
Aunque la cultura rural sigue marcada por “significaciones” de carácter regional, comarcal e incluso peculiaridades propias de cada pueblo, es innegable que ya no tiene ni el sentido ni la fuerza que tuvo la tradición y la interdependencia con la agricultura o la Naturaleza. También es obvio que aumenta el predicamento de voces que salen en su defensa, y de los grupos que promueven la recuperación de tradiciones que se daban por desaparecidas. Asociaciones culturales, proyectos etnográficos, programas de radio, de televisión… abogan por resignificar y poner en valor manifestaciones lúdicas ligadas a los ciclos temporales, a la querencia por las actividades comunitarias, a la fuerza de la costumbres, a las tradiciones, al folclore, a las danzas populares, a la memoria oral, a los acuerdos tomados de palabra, a la solidaridad de la familia y los parentescos, a festejar encuentros ligados a la recolección del cereal, la vendimia, la matanza, el magosto, las mascaradas… y no sólo se hace desde el respeto, sino con el apoyo explícito de una inmensa mayoría social. Aquella cultura rural -se dice- “siempre fue infinitamente más sana e infinitamente más barata que la urbana, en términos económicos y de relación con el medio ambiente”.
En todo caso, es preciso anotar que la percepción etnográfica de la cultura rural o, eventualmente, como exclusivo reclamo turístico puede darse por superada. Aquel acervo que “se fue acuñando durante siglos” ha perdido definitivamente el equilibrio que lo sostenía y así lo avalan la inmensa mayoría de los estudios que pulsan la situación sociocultural de nuestros pueblos. Permítanme citar, por la amplitud de visión, la interdisciplinaridad de sus ponentes, la independencia de criterios aportados en ponencias, las decenas de comunicaciones, mesas de análisis, así como las valiosas conclusiones de cada uno de esos encuentros anuales nombrados como “Foro Cultura y Ruralidades”, patrocinados por el Ministerio de Cultura. Iniciados en el año 2019, han recorrido Asturias, Soria, Cantabria, Cáceres, Castellón, Cuenca, y el VII Foro que tendrá lugar en el mes de noviembre en la ciudad tarraconense de Tortosa. Todos ellos son y serán referencia obligada para quienes pretendan acercarse a la transformación que está ocurriendo en los territorios rurales. Sin desmerecer, desde luego, el esfuerzo y los resultados de otras iniciativas que sostienen las comunidades autónomas, los trabajos periodísticos, los estudios universitarios o de particulares.
En todos se refleja, directa o indirectamente, el rápido proceso de desrruralización y desagrarización, la drástica transformación del sector agroalimentario (nuestros campos han pasado de una labranza casi de subsistencia a una explotación comercial en toda regla), la constante interrelación de esa nueva ruralidad con la cultura de las ciudades, la modificación de las pautas de consumo de los pueblos, la importancia de la ordenación del suelo y las nuevas infraestructuras rurales, la modernización de las viviendas particulares, el formidable despliegue de las nuevas tecnologías también en el rural, la agonía de las tradiciones de los emigrantes rurales en las ciudades… Lamentablemente, este debilitamiento de las señas de identidad del rural no ha conseguido anular aún, o no del todo, aquella dicotomía perversa que identificaba a los pueblos con agricultura y animales, con vacío cultural, con atraso, con despoblamiento… y a la vida en la ciudad con oportunidades, con diversión, con cultura en mayúsculas, con desarrollo, con relaciones sociales… Una ficción que ya no puede sostenerse.
En esta primera reflexión hemos tratado de aproximarles a ese proceso transformador que ha derivado en una suerte de ruralidad reubicada que mantiene aspectos formales, pero que asume otro enfoque y otros objetivos de comportamiento sociocultural en los pueblos. En otra comunicación, con independencia de la conveniencia o no de su pervivencia, nos acercaremos a las diferencias incuestionables que marcaron la forma de entender la vida en el rural durante generaciones. Nos referimos, naturalmente, a una realidad condicionada por la cuestión religiosa, a los diferentes roles de género, a los aspectos lúdicos, al significado del espacio y tiempo en uno y otro lugar, al puritanismo, a la prevención ante la política, a la relación tóxica entre las “clases sociales”, al sueño permanente de ascenso en la escala social… Unas señas de identidad que estuvieron muy presentes en la idiosincrasia de la cultura rural, que aportaron su cuota de responsabilidad en el éxodo rural, y de las que aún quedan no pocos rescoldos. //
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