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Las infraestructuras

Ignacio Morán

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Se ha reflexionado mucho acerca de las causas que motivaron (aún lo siguen haciendo) la calamidad que supone el grado de abandono de la España interior. Que más del ochenta por ciento del territorio acoja únicamente al quince por ciento de la población supone un drama sin paliativos, se mire por donde se mire. Sin embargo, parece interesar menos las consecuencias que esta situación provoca en el territorio y en los colectivos humanos que continúan viviendo en el medio rural. O lo que es lo mismo, conocemos las causa que hacen inviables los pueblos sin relevo generacional y la realidad de los miles que ya están abandonados, pero se pasa de puntillas sobre las carencias y problemáticas que allí acontecen.

 

El economicismo auspiciado por el modelo liberal y la defensa a ultranza de la naturaleza que abanderan los colectivos ambientalistas, chocan con demasiada frecuencia en el rural con un resultado desastroso para los pueblos, para su gente, para el territorio, para los usos y costumbres y, desde luego, para el conjunto de infraestructuras levantadas allí a lo largo de los siglos… La Real Academia de la Lengua se refiere al concepto de infraestructura como: “El “conjunto de elementos o servicios que se consideran necesarios para la creación o funcionamiento de una organización cualquiera”. Con esta definición, hemos de concluir que alguna necesidad, a lo largo de los tiempos, fue el motivo para que se establecieran las “infraestructuras” que ahora pasan a engrosar la lista de mártires del rural.  Habiendo desaparecido aquella necesidad… mucha gente piensa que es lo habitual, y hasta cierto punto lo razonable, sustituir lo viejo por lo que viene llegando. Así ha ocurrido generación tras generación, pero puede que en la nuestra no deba ser del todo así.

 

Desde los años setenta del pasado siglo, España ha experimentado una transformación vertiginosa en aspectos de gran calado: El advenimiento de la democracia, el sistema de partidos, las elecciones libres, la Constitución del setenta y ocho, el Estado de las Autonomías, el auge del turismo, la entrada en la Unión Europea… Nuestro país se incorporó, en apenas una década, a un selecto grupo de naciones cuyas leyes, al menos teóricamente, nos iban a colocar en el camino de la modernidad, del progreso y de una sociedad más justa. Lamentablemente en esta evolución apresurada quedaron atrás muchas cosas, como si fuesen los cacharros inútiles de la abuela. Todo aquello que dejó de tener utilidad se desechó, sin demasiados miramientos, y fue sustituido por “elementos” más acordes con el ritmo de los tiempos. El rural y los pueblos en particular, son pues los grandes damnificados de esta evolución al no ser capaces de generar para los “elementos” de su cultura otra utilidad distinta para la que fueron concebidos.

 

En esta formidable mudanza de gentes y reconversión productiva que trajo la escasez de mano de obra, la imparable maquinización, los bajos precios en origen, una política agraria común muy cuestionada, las continuas regulaciones que afectan al rural sin tener en cuenta ni su voz ni sus intereses... fueron engordando, por un lado, el malestar de los agricultores-ganaderos y por otro, el caldo de cultivo del movimiento ecologista que enfrenta los riesgos de los monocultivos, las macro granjas, el mar de placas solares, el bosque de aerogeneradores, la especulación de grandes hidroeléctricas… que han puesto contra las cuerdas los pastos comunales, la biodiversidad de especies vegetales y animales sustituidos por otras más rentables, la explotación racional de los recursos hídricos, la pérdida de cientos de miles de hectáreas de tierras de labor ocupadas por una vegetación espontánea que aumenta el riesgo de incendios, la consiguiente desertización y, en consecuencia, genera más despoblación del rural. En definitiva, que la aparente firmeza de unos y de otros no ha conseguido encajar adecuadamente la transición del viejo modelo socioeconómico, con un fuerte componente autárquico, hacia este otro que se impone de manera inexorable.

 

Lo cierto y verdad es que han quedado en desuso pozos y acequias, las huertas que rodeaban los pueblos, los viejos puentes por su inconsistencia ante la maquinaria pesada, las fuentes del campo, las sendas tradicionales, los estanques y las albercas, los molinos de agua, los silos o paneras para el grano, los pajares, los establos y majadas, los lavaderos comunales, los hornos familiares o colectivos, las escuelas rurales, los viejos edificios del concejo, las ermitas, muchas iglesias y casas parroquiales, las bodegas familiares y los lagares públicos, las casas de comedia, espacios de ocio como frontones, trinquetes, campos de media bola, pasabolas, calva, billar romano, lucha leonesa, chito o tanga… se abandonaron a su suerte magníficos encinares, alcornocales, hayedos, castañares, fresnedas… por falta de mantenimiento, fueron cayendo en la ruina las viviendas humildes construidas con materiales que ofrecía el entorno, pero también los palacios, las casas solariegas e incluso alcanzó a las grandes abadías, a los cenobios y santuarios que vieron esfumarse sus claustros centenarios, salas capitulares, retablos y un extraordinario ajuar, a manos de compradores sin escrúpulos, de profesionales del expolio o, sencillamente, permanecen en un ignominioso estado de desamparo.

 

En algunos países europeos, hace muchos años que establecieron estrictas medidas de protección con apoyo económico, ambiciosos programas de rescate etnográfico, rutas medioambientales, museos de sitio… Consiguieron detener este mismo abandono, conservar y socializar el interés por la arquitectura tradicional, por el arte y las manifestaciones artesanas…para fijarlos como recurso educativo o establecer campos de trabajo en campamentos de verano para estudiantes. En España, las autonomías más ricas y pobladas han conseguido avances significativos en este sentido, pero, en general, se llegó tarde a la protección de estos valores rurales y seguimos llegando tarde a su rehabilitación.

 

España dispone de una potente industria turística, el pasado año nos visitaron más de ochenta y seis millones de personas que dejaron una facturación que supone algo más del trece por ciento del producto interior bruto. Parece de sentido común frenar esta pérdida de patrimonio para legarlo a las generaciones futuras, pero, aunque sólo fuese por el valor añadido que aporta al turismo de interior, las instituciones deberían darle una vuelta e invertir decididamente en la rehabilitación y puesta en uso de esta formidable riqueza. Dejarla en los lugares para los que fue concebida y ponerla al servicio del establecimiento de nueva población en nuestros pueblos. //

 

 

 

 

 

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