Libros, caminos y días
Escribir es nombre de mujer
Una nueva historia habitual, de cualquier sitio, en cualquier lugar…
Aún no soy capaz de explicarme porqué aquella mujer acabó besando con suavidad mi mejilla, me miró a los ojos y acercando sus labios lentamente al oído, susurró: - Nunca dejes de escribirme -. Después, ella desapareció para siempre.
Todo sucedió una fría tarde otoñal de domingo. Extrañamente, había salido a pasear por el centro de la ciudad, tras invertir varias horas de la mañana en intentar organizar, una vez más, la enorme colección de libros que había ido amontonado sobre las paredes del dormitorio. Tenía la cabeza totalmente abatida del esfuerzo. ¿Quién me mandaría comprar y comprar todos esos volúmenes que nunca podría llegar a leer? ¡Si no tengo tiempo ni para dormir ocho horas seguidas!
Caminaba sin rumbo fijo, intentando liberar mi mente entre las ráfagas de viento que se movían con violencia alrededor y dejar que se llevaran la ansiedad que tenía instalada en el centro del pecho desde hace tantos años atrás. Dijeran lo que me dijeran, cada vez era más que consciente de mi esclavitud. Ocho diarias, cuarenta semanales, ciento sesenta mensuales, mil novecientas veinte horas anuales, sentado delante de la pantalla de un ordenador, un número tras otro, un folio tras otro, un café tras otro café; esa era la realidad que me frustraba sin cesar. ¿De verdad era necesario abandonar todo síntoma de vida propia para que otros pudieran tenerla?
Con la mirada dirigida hacia el suelo, intentaba no pisar las líneas que separaban una baldosa de otra en la acera mientras la mente seguía su funcionamiento inagotable. ¿Qué hubiera sido de mí sino hubiera sido yo? Un fuerte y dulce olor hizo que mis pensamientos desaparecieran. Me detuve súbitamente tras un gran cristal que recubría el escaparate de una panadería. Miraba detenida e inconscientemente con la nariz pegada al frío vidrio, cada uno de esos productos que se me ofrecían, con la inocencia que sólo un crío puede albergar pero con la falta de ilusión que sólo un adulto puede mantener. A los pocos segundos, una delgada mujer a mi derecha habló por sorpresa:
- Me hubiera encantado tener alguna vez la fuerza de voluntad de imponer mi pretensión sobre la de otra persona, que mi opinión hubiera sido por lo menos valorada ¿no pedía tanto verdad? Únicamente he sido una marioneta en mano de todos los hombres que han pasado por mi vida. Actuando como supuestamente debía de actuar, amando como supuestamente debía de amar, besando siempre con aquella maldita frialdad… pero hoy me dado cuenta, he abierto los ojos y he descubierto que todos ellos, sin excepción, eran unos malditos hipócritas ¿no cree?
- Ciertamente no lo sé… – contesté con la voz temblorosa - ¿Por qué dice eso usted?
Sólo
fingían, emulaban desearme. Decían quererme solo a mí, pero sus bocas
expulsaban esas maravillosas palabras hacia cualquier mujer que aceptara
escucharlas. Eternamente presos de sus instintos más básicos. Por eso
estoy aquí con usted, por qué no ha sido capaz de mirarme cuando me he
puesto a su lado, porque no se ha marchado educadamente cuando podría
haber pensado que estaba hablando sola, y porque al fin y al cabo, sabe
igual que yo, que mientras estamos hablando sin conocernos, disfruta de
poder abandonar por un mísero instante este infierno que pisa
diariamente…
- Estoy seguro de que usted merece más que un simple mercader de cariño…
- ¿Está usted seguro de eso querido? – me preguntó con una sonrisa burlona
- Daría la vida por usted ahora mismo.
Entonces ella se acercó y sucedió. ¿De verdad sucedió? Aún no lo sé…
Denís Recherche
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