Diccionario de autoridades
En el año 1723 la Real Academia de la Lengua Española publicó el llamado Diccionario de Autoridades. Aquel primer intento de proteger el idioma de la presión del francés y el inglés en las colonias de América, definía el concepto de honestidad como: “Género de pundonor que obliga al hombre de bien a obrar siempre conforme a sus obligaciones y a cumplir su palabra en todo”.
En la misma línea, pero avanzando un paso más, Simón Bolívar (1783-1830) pide a los dirigentes de las nuevas repúblicas que la política honrada y decente debe sobrepasar los aspectos puramente económicos y entrar también en los valores de buen gobierno, de humildad en la gestión de los asuntos públicos, en el cumplimiento de los compromisos, en la dedicación plena a este ejercicio, en la subordinación y respeto a los intereses de los ciudadanos... Toda una lección de buena gobernanza expresada hace doscientos cincuenta años.
A estas dos exigencias, la de ser “un ciudadano/a de bien” y la gestión eficiente, se han referido después filósofos, politólogos y, en general, los profesionales y la gente con sentido común. En estas reflexiones no tienen cabida las medias tintas, aunque haya ejemplos puntuales de cinismo intolerable como el mensaje del reputado vaticanista Vittorio Messori sobre Silvio Berlusconi: “Mejor un putero que haga buenas leyes para la Iglesia, que un catoliquísimo que nos perjudique”.
Es verdad que no existe la política ni el político que pueda satisfacer a todos, y siempre. Es obvio también que un político honrado y decente puede ser un hombre de paja, un dirigente intolerante o incluso un dictador. Por el contrario, un gobernante eficiente y con excelentes resultados, si carece de principios o valores, podría practicar o alentar fanatismos, justificar corrupciones o cualquier otro tipo de latrocinio, en razón de aquellas o de su propio partido.
Parece lógico pensar que la honradez o la decencia de un/a político/a de cartel ha de ser una cualidad contrastada, al menos tanto como las capacidades intelectuales y de gestión que debe tener. En una democracia las dos cosas han de ser imprescindibles pues, en caso contrario, estaríamos en lo de siempre: alentando la frustración de la ciudadanía o dando fundamento a esa percepción de podredumbre que aleja de la política a las personas honestas y capaces.
Vemos que muchos políticos y sus propias organizaciones hacen bandera de la honradez y de un currículo personal o histórico extraordinario, pero ofrecen, en clave menor, otros compromisos importantes para el desempeño de una actividad pública satisfactoria. Hablan demasiado poco del valor de la palabra o del programa empeñado, de la participación, de la transparencia, de la rendición de cuentas... y, mientras tanto, sigue creciendo en la sociedad la impresión de que se han colado en las instituciones demasiados golfos y caraduras.
Lamentablemente, aquella definición de “...género de pundonor que obliga al hombre de bien a obrar siempre conforme a sus obligaciones y a cumplir su palabra en todo” (sic), es hoy una quimera en la vida política. Y de aquella arenga que lanzaba el libertador a los dirigentes de los países emancipados, lo justito, allí y también aquí. ///
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