Viernes, 26 de Septiembre de 2025

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Ignacio Morán, escritor

La urgencia de las reformas, y las formas

La democracia española ha evolucionado poco y, además, ha ido cosificando procedimientos que han dejado de ser útiles. En este continuo de evolución social se acumulan ejemplos en el gobierno del Estado, de las autonomías y, desde luego, en la inmensa mayoría de los ayuntamientos.

 

Las organizaciones políticas no sólo no han contribuido a solucionar estas inercias si no que han involucionado, de manera interesada, hacia la autocomplacencia. El repliegue aperturista de las organizaciones progresistas y el declive electoral de los que vinieron a cambiar la vieja política, no deja lugar a dudas. Es obvio que hoy se impone el tacticismo, el mensaje simplista, sacar el compromiso del debate político y, en definitiva, una suerte de empalagoso trato infantil a la ciudadanía.

 

La misión para reformar es el encargo que se da a alguien para desempeñar un cometido, así lo dice la RAE. Parece claro que el primer gobierno de coalición desde la Segunda República recibió ese encargo, y que tiene empeñado su crédito político en la necesidad de acometer reformas en el ámbito social, económico, laboral, fiscal, en las prácticas de buena gobernanza... Veremos, pero es una legitimidad que han puesto en duda, desde el primer momento, buena parte de la oposición, no pocas franquicias del partido socialista y algunos grupos mediáticos que ejercen una parcialidad tan penosa que casa muy mal con las libertades y derechos que dicen defender.

 

Si miramos, groso modo, lo que acontece en gran parte de Europa y algunos otros países desarrollados, percibiremos que España necesita acometer con urgencia grandes reformas e incluso impulsarlas en paralelo con una gestión más eficaz de los intereses públicos. No es de  extrañar que el ejecutivo europeo pida a nuestro país profundas reformas administrativas antes de liberar los fondos milmillonarios destinados a la recuperación.

 

En el origen de esta necesidad estarían décadas de mayorías absolutas, el bipartidismo, la fatiga reformadora de la llamada Transición, el neoliberalismo como teoría económica dominante, la falta de controles y penas mucho más duras para los convictos de saquear lo público… Todo lleva a salir de esa posición contemporizadora para eliminar la rémora de unos déficits estructurales que nos colocan en la picota europea de la justicia, de los derechos sociales, del paro, de la pobreza, de la transparencia, de la corrupción… legislando  o reglamentando desde la legitimidad que tiene cualquier gobierno democrático pues, como decía Chesterton: “No puedes hacer una revolución para tener la democracia. Debes tener la democracia para hacer la revolución”. Y no es el gran humanista inglés, precisamente, un revolucionario stricto sensu.

 

No es una cuestión baladí, todas las instituciones y los cargos de representación son de la ciudadanía por mucho que se empeñen algunos funcionarios anacrónicos o políticos pegados a su sarcófago dorado. Oiremos cantos de sirenas, agoreros del apocalipsis, fundamentalistas de la perfección-imposible… en realidad son voces que sólo buscan perpetuar sus privilegios, esconder fraudes o justificar atropellos e ilegalidades. No hay ninguna duda, el futuro de las comunidades, grandes o pequeñas, depende de que se respeten las normas, que la gestión diaria se acerque a los administrados, y que esta dé sentido a la máxima de que “una reforma es la corrección de abusos” para que estos no puedan volver a producirse.

 

Desgraciadamente nos hemos acostumbrado a que en esta exigencia, que no es nueva, algunos pierdan las formas tratando de justificar su incompetencia olvidando que gobernar no es gestionar mejor o peor lo que va llegando si no también dar respuesta a las demandas nuevas. Los índices de calidad democrática y satisfacción ciudadana (los hay muy fiables) indican con claridad lo que piensa la ciudadanía de sus instituciones, otra cosa es que no quieran verse. En todo caso, y esto no debe consolarnos, la historia suele ser implacable con las organizaciones o los representantes indeseables porque la gente ya no está por comprar humo, ni la hoguera puede durar eternamente. ///

 

Congreso de los Diputados (España) 17

 

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