La pobreza, una realidad que nos humilla
En estas semanas previas a la Navidad, ha vuelto a concretarse la campaña de petición de alimentos para tratar de paliar la pobreza más severa: el hambre y la desnutrición en España. Los protocolos de la pandemia obligaron a modificar la participación de los voluntarios y las aportaciones de la gente, pero el objetivo se divisa más claro que nunca. La Federación Española de Bancos de Alimentos ha puesto los datos a una realidad que vemos a diario, y nos enseña una hoja con el aumento del 60% de solicitantes de ayuda alimentaria (en algunas ciudades llega doblarse), que las mujeres con hijos a su cargo ha crecido de manera exponencial, pero también el núcleo de familias tradicionales, de parejas jóvenes, de autónomos, de los falsos autónomos, de los mayores que viven solos, de personas sin hogar… Un rastro dramático que no ha hecho sino apuntar como consecuencia de la Covid19.
Los colectivos que se incorporan a esa otra emergencia, más lacerante si cabe, están cambiando radicalmente el perfil del “pobre” al que nos habíamos acostumbrado. Nada tiene que ver con aquellos, pobres de pedir, que venían de puerta en puerta; ni siquiera con aquellos/as que no fueron capaces de seguir la carrera que imponía la sociedad de consumo y se quedaron en la orilla del camino. En el siglo V a. de C. Platón reflexionaba sobre esta cuestión al decir: “…la pobreza no sólo viene por la disminución de las riquezas, sino por la multiplicación de las cosas que deseamos”.
Hoy las cosas han cambiado, el ejército de “pobres” que llama a las puertas de los Servicios Sociales de todas las instituciones lo conforman trabajadores expulsados de la hostelería, del turismo, del comercio, de la venta ambulante, quienes desarrollaban trabajos en las múltiples formas de infraempleo, los inmigrantes establecidos y los que están por establecerse… Demasiada gente (cualquier número sería demasiado) se ha convertido en candidata a entrar en las infinitas campas de la exclusión.
La sociedad, y los distintos gobiernos, debieran reaccionar con rapidez y decisión ante una situación que no puede ser ya un asunto de la incumbencia exclusiva de onegés u organismos periféricos de las administraciones. Estamos a las puertas de una fractura social de una profundidad desconocida, que sigue ensanchado los indicadores tradicionales de pobreza y, además, viene envuelta en la certidumbre de que continuará avanzando. Cuando Barcelona, Madrid, Sevilla, Valencia, Zaragoza, Bilbao, Las Palmas…tienen que repartir diariamente centenares de miles de raciones de comida a niños de corta edad porque sus padres no pueden afrontarlo, quiere decir que algo en las economías domésticas debe de ir muy mal.
Los observatorios que se ocupan de estos asuntos y las estadísticas oficiales no dejan lugar a dudas: la pandemia llevará a nuestro país a unos índices de pobreza y otras formas de exclusión totalmente desconocidas, podemos discutir el umbral en el que ha de colocarse la pobreza pero no otra cosa. Es un hecho que el sistema y las políticas neoliberales han generado millones de personas que tenían en las redes de consumo la razón de ser de su pobreza, pero la Covid19 y sus múltiples consecuencias lo ha trastocado todo: el modo de vida, las libertades, la economía, las fuentes productivas, el empleo, esas redes de abastecimiento… y, a día de hoy, hemos de reconocer que tenemos la cadena de protección social seriamente afectada y con muchos eslabones abiertos o totalmente inútiles.
Y, en estas, tampoco debemos olvidar que más allá de los países ricos (capaces de bajar la solidaridad a pie de plato) este mismo virus dejará un rastro de pobreza de dimensiones planetarias que irá acompañado de un freno drástico en la ayuda al desarrollo. Más madera para una condena de millones de personas que, admitámoslo o no, se verán obligadas a migrar de su tierra. //
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