Domingo, 14 de Septiembre de 2025

Tienes activado un bloqueador de publicidad

Intentamos presentarte publicidad respectuosa con el lector, que además ayuda a mantener este medio de comunicación y ofrecerte información de calidad.

Por eso te pedimos que nos apoyes y desactives el bloqueador de anuncios. Gracias.

Continuar...

Certamen

El secreto de la bodega de Dalmiro Gavilán gana el II Certamen de cuentos cortos sobre el vino

Interbenavente.es Martes, 12 de Mayo de 2015 Tiempo de lectura:

La segunda edición del Certamen de cuentos cortos sobre el vino, organizado por el Club de Cata California, ya tiene ganador. El fallo del jurado ha recaído en la obra de Dalmiro Gavilán Santos, natural de Matilla la Seca (Zamora), bajo el titulo “el secreto de la bodega”, siendo la obra mejor valorada por su originalidad y calidad literaria.

“El Secreto de la bodega”, esta inspirado en una vieja y misteriosa cueva situada en las entrañas de un monasterio abandonado en el olvido que ofrece el tiempo, dónde el inquieto e intrépido protagonista descubre un tonel repleto de vino, que ha permanecido durante años en el silencio oscuro.

 

La intriga, el misterio y la cata se dan cita en este gran trabajo de Dalmiro, que ha logrado cautivar la opinión de jurado y hacerse con la victoria de este certamen literario en torno al vino.

 

 

EL SECRETO DE LA BODEGA

Descendió uno, dos, tres, cuatro… peldaños. Tras bajar no menos de cuarenta escalones desembocó en un distribuidor circular. Miró en derredor y descubrió siete huecos  vacíos  para  otras  tantas  puertas.  Aquello  era un  auténtico  laberinto.  A  sus espaldas, un poco más arriba, oía las voces de sus acompañantes. La estancia estaba mínimamente iluminada por un diminuto rayo de sol que se filtraba desde lo alto de la bóveda. Era tan débil que la oscuridad ganaba claramente la batalla a la penumbra.

 

 

Un escalofrío le recorrió la columna vertebral. No se sentía especialmente medroso, pero estar en aquellos aposentos le producía un temor que no le dejaba pensar. Las voces cercanas le infundieron un atisbo de ánimo, pero la sensación de aprensión no se le disipaba de la boca del estómago.

[Img #33548]

 

Dirigió el haz de luz de su linterna al dintel de una de las puertas. Le llamó poderosamente la atención lo que en principio parecían unas manchas rojas. Apiñó los ojos, como suelen hacer quienes no tienen ya una buena vista, y centró toda su atención. Al instante se percató de que eran letras, palabras, una frase en una impecable caligrafía gótica. Se aplicó como un avezado estudiante y leyó: “Bonum vinum laetificat cor hominis”.

 

 

“El buen vino… ehhh, el corazón del hombre”. Se maldijo por no haber aprovechado mejor las clases de latín cuando era estudiante. Aun así intentó traducirla, no podía ser muy difícil dar con su significado, pero justo la palabra del medio la desconocía por completo. Cayó en la cuenta de que se encontraba en la bodega que años, tal vez siglos, atrás habían excavado en la ladera de un montículo un grupo de monjes que había colonizado, “catolizado” el valle regado por el arroyo Reguero. Dado que el terreno era dócil, pudieron edificar a su atojo, sin más límites que los que sus fuerzas le pusieran. Y excavaron una gran bodega, capaz de albergar las cosechas de varios lustros,  idónea para que en  sus  entrañas  durmieran  los  caldos  hasta que se convirtieran en elixir celestial.

 

 

Parado en el zaguán de la puerta, no se atrevía a dar un paso más. La oscuridad le repelía como si un muro invisible le impidiera avanzar. Su intelecto le decía que no tuviera temor a adentrarse en la noche. Su corazón, a galope tendido, era incapaz de hacer llegar el fluido sanguíneo a las piernas, que no le respondían y estaban clavadas al firme suelo. Tomó aire. Dejó que sus pulmones se quemaran con el oxígeno húmedo que filtraban las paredes y recobró el ánimo. Primero un pie, después otro y así caminó. Penetró en su interior.

 

 

Era una cueva dentro de la bodega principal. Una dependencia aneja formando parte de un todo. Buscó luz en el interior pero la misma oscuridad, rota por el haz de luz de su faro, le devolvió la realidad. Era una bóveda perfecta, rematada en ladrillos

 

colocados con un gusto exquisito, pues recordaba al arte mudéjar que tanto abundó en el medievo.

 

 

Hacía  frío.  Sabía  que  las  bodegas  se  encuentran  siempre  a  la  misma temperatura, sobre 17 grados, pero la sensación térmica parecía más heladora, tal vez por la intimidación que le producían aquella estancia.

 

 

Cuando los monjes dejaron su morada terrenal ventanas y puertas fueron tapiadas a cal y canto, precisamente para evitar lo inevitable, el desvalijamiento de lo que de valor dejaron atrás. Y pasaron los meses, los años, los lustros y los decenios sin que nadie volviera a pisar por allí. Entonces, el tiempo, enemigo inexorable de lo terrenal, hizo su trabajo. Primero fueron unas pequeñas goteras, después goterones y tras ellos las vigas carcomidas dieron con el esqueleto del tejado en el suelo.

 

 

Los vecinos, hasta entonces  ajenos  al progresivo deterioro  del  monasterio, individualmente tomaron la decisión de aprovecharse del árbol caído. La edificación principal comenzó a sufrir continuos saqueos. La emprendieron con los elementos arquitectónicos   más   sencillos   –puertas,   ventanas,   alguna   piedra…-   y   acabaron arrancando hasta los dinteles y las baldosas del suelo. El monasterio, que lucía altanero, con una estructura robusta y esbelta, se convirtió, irremediablemente, en una ruina. Sin embargo, en la bodega eran pocos los que se habían adentrado. Sabían de oídas que existía pero para acceder a ella había que discurrir por sinuosos pasillos llenos de escombros y no era fácil dar con la puerta de acceso.

 

 

La débil luz le devolvió aumentada hasta confundirlo la figura de una cuba de, por lo menos,  cien  cántaros.  Se estremeció,  una vez  más,  ante la visión  de aquel fantasma gordo, panzudo y negro. Se acercó a ella intimidado, temiendo que algún cautivo genio fuera capaz de evaporizarse a través de la espita.

 

 

No sabía si su curiosidad era una virtud o un defecto, pero ya que había llegado hasta aquí no sería él quien suspendiera la aventura iniciada por un grupo de amigos y que ahora, en la parte final, él solo la estaba viviendo. Volvió a mirar hacia la puerta y no halló lo que buscaba, la presencia reconfortante de sus camaradas, simplemente le pareció oír perdidas en el espacio las voces amigas, pero tal vez se encontraban lejos y era el eco de la cava el que le acercaba el sonido.

 

 

El tiempo parecía como si se hubiera detenido en la estancia. Al contrario de lo que se pudiera pensar, estaba impoluta. Miró con aprensión en derredor, esperando encontrar en cualquier rincón algún cadáver momificado o un esqueleto, pero no había nada. Ni el polvo se atrevía a entrar, cuanto más ser vivo alguno, salvo él, claro está. Sobre una rudimentaria, aunque robusta, mesa de madera arropada por dos bancos corridos, aún se hallaban unas cuantas escudillas del mismo material. Los años habían envejecido tanto todo el material que parecía cubierto por una pátina negra, del mismo color que las paredes.

 

Un minúsculo rayo de luz llegó a su cerebro. Recordaba solamente la primera declinación “rosa, rosam, rosae, rosae, rosa…”. No podía dejar de pensar en la frase, concretamente en la palabra del medio: “El buen vino … laetificat … el corazón del hombre”. Finalmente cayó en la cuenta: ALEGRA. Su pequeña victoria le produjo una discreta satisfacción. “El buen vino alegra el corazón del hombre”.

 

 

Cerró la mano derecha y con los nudillos golpeó el tonel, como si esperara que alguien desde el interior le diera autorización para pasar. No hubo, era de esperar, respuesta alguna, pero la barrica sonó como si tuviera la panza llena. Se sorprendió de no encontrar la respuesta del eco. Pensó que había golpeado demasiado débil. Repitió la operación varias veces, en diferentes puntos, y siempre halló el mismo sonido. Llegó a la conclusión de que la tina estaba llena.

 

 

El ritmo cardiaco se le alteró y la linterna amenazó con caer al suelo. Se agachó un poco y miró donde pensó que estaba la espita. La halló a la tercera intentona. Tenía que saber qué contenía el barril. Despejó inmediatamente la duda:

 

 

“Si estoy en una bodega, donde hay un tonel de madera, ¿qué es lo que puede contener? Lógicamente vino y tiene que ser del bueno, pues los monjes eran auténticos maestros en la viticultura”. No quiso pensar en los años que podía llevar allí encerrada aquella ambrosía. Había que probarla.

 

 

Tomó una escudilla y le pasó la mano con intención de retirar las impurezas que pudiera tener. Sacó de su bolsillo un pañuelo de papel y la limpió. Colocó la linterna en el suelo de tal forma que le enfocara la canilla y se dispuso a aligerar el líquido del vientre de la barrica. Aquello le iba a costar bastante, porque si la madera estaba mojada habría crecido y estaría todo compactado. Siendo niño había partido más de una por haber ejercido una presión demasiado fuerte.

 

 

Intentó hacer girar el cierre en dirección opuesta a las manecillas del reloj, pero aquello no aflojo ni un milímetro, permaneció inalterable, igual que el tiempo allí abajo. La madera parecía de buena calidad y no mostraba signos de estar dañada, por lo que empleó un poco más de contundencia en su acción. Al instante escuchó un casi imperceptible sonido, como el gozne de una puerta vieja. Pensó que aquello aflojaba. Tenía que ir con tiento, pues si quitaba el tapón de repente, corría el riesgo de no poder volver a colocarlo en su sitio y provocar el vaciado completo de la cuba.

 

 

Depositó la escudilla bajo la espita, que envolvió con el pañuelo de papel para que no se le resbalara mientras la giraba. El suave crujido de la madera se hizo más evidente y observó que la punta del papel se teñía de un rojo teja intenso. Comenzaban a llorar las primeras lágrimas de vino.

 

 

Lo que en principio eran unas tímidas gotas se tornó en un fino hilo que fue llenando el recipiente. Cuando estimó oportuno, atornilló al revés el tapón y cesó el

 

goteo. Enfocó con la linterna y miró dentro del cuenco. Tenía un color rojo brillante como el carmesí. Lo acercó a la nariz y percibió un intenso olor a maderas tostadas y a frutos rojos del bosque. Estaba apetecible.

 

 

El siguiente paso era probarlo, pero aquello le producía un cierto repelús. ¡Mira que si estaba envenenado o con el paso del tiempo se había convertido en dañino! Probaría un pequeño sorbo y los escupiría inmediatamente si notaba algo raro, como hacen los enólogos en las catas. Sin embargo, el temor desapareció cuando se lo aproximó a los labios.

 

 

El trago se le antojó corto pero realmente era abundante. A duras penas lo pudo contener en la boca cuando un cúmulo de sensaciones envolvió todas y cada una de sus papilas  gustativas.  Tan  pronto  hallaba  similitudes  con  fresas  silvestres  como  le recordaba a gominolas, chocolate con intenso recuerdo de cacao recién tostado y hierba fresca. En el retrogusto encontró que era generoso y redondo y que el sabor permanecía imborrable durante largo tiempo. Nunca había probado algo igual. Aquello no estaba elaborado  por  la  mano  del  hombre,  pues  tenía  un  toque  divino.  Lo  paladeó  con verdadero deleite.

 

 

Sin buscarlo había encontrado un gran tesoro. ¿Cuánto podría valer aquel vino puesto en el mercado? A buen seguro una buena porrada de euros. Tenía que llevarse una muestra para que lo catara algún experto, pero dónde. Allí no había ningún envase para sacarlo de la bodega, por lo que desistió. Volvería otro día con algunas garrafas.

 

 

Dejó el laberinto atrás y ascendió a la superficie. El mundo le parecía distinto después de haber vivido aquella aventura que no olvidaría nunca.

 

 

A los pocos días acudió nuevamente provisto de mejores linternas y cuatro garrafas de plástico. No tuvo ningún problema para llegar a su escondite secreto. Cargó con las vasijas y se presentó, con parte de ellas, en casa de un enólogo para que analizara aquel caldo, en su opinión, “bebida de dioses”.

 

 

El experto vertió un poco en una probeta y pronto descubrió que la bebida se había corrompido. Presentaba un color entoldado sucio, sin cuerpo y de una graduación mínima. ¿El sabor? Acido, casi avinagrado. La conclusión fue demoledora: No servía para nada porque había sido expuesto a los rayos de sol.

 

 

Regresó en secreto a las entrañas de la tierra. Repitió el mismo ritual y tomó la misma escudilla. Volvió a probarlo en la oscuridad. Tenía el mismo bouquet que el primer día: delicioso.

 

 

Dedujo que la menor alteración que sufriera lo contaminaba y acababa destruyéndolo casi al instante. Se convenció de que lo mejor sería no perturbarlo y

 

dejarlo allí para la delectación de algún aventurero que lo encontrara algún día, lo mismo que había hecho él.

 

 

Y allí, en las entrañas de una bodega de San Román, una gran cuba llena del mejor vino del mundo sigue durmiendo y mejorando, esperando que algún intrépido lo vuelva a redescubrir.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Comentar esta noticia

Normas de participación

Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.

Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.

La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad

Normas de Participación

Política de privacidad

Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.32

Todavía no hay comentarios

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.